sábado, 6 de abril de 2019

TRAS "GATILLAZO" MUELLER ¿LLEGA LA HORA POLITICA?


"Un análisis de la actualidad internacional a través de artículos publicados en medios globales seleccionados y comentados por la revista 'CTXT'..."

Al despertar del sueño, el ogro seguía ahí. En los veintiocho meses que han pasado desde que Donald Trump se alzase con la victoria en las elecciones presidenciales de 2016, un asunto ha dominado las noticias y el debate político estadounidense como ningún otro: la supuesta colusión entre el Kremlin y el magnate para llevar al segundo a la Casa Blanca. Semana tras semana, la “trama Rusa” o Russiagate copaba los informativos, las cuentas de Twitter, los blogs y las páginas de opinión más influyentes del país. La exposición obsesiva del supuesto complot cumplía una doble función para quienes se esforzaban en airearla: convertía en exótico el problema de la victoria de Trump, al tiempo que eximía de responsabilidad a los principales culpables: las élites mediáticas que se emborracharon con la audiencia que les proporcionaban sus bravuconadas en campaña y le entregaron horas de programación gratis sin poner en disputa el contenido xenófobo y mentiroso de su mensaje, y los mandatarios de un Partido Demócrata que jamás debió perder aquellas elecciones. “La culpa de todo la tuvieron los rusos” apenas escondía un: “La culpa de todo no la tuvimos nosotros”. Pero Trump es un fenómeno made in America, que refleja patologías perfectamente autóctonas.

Ni rastro de colusión. La publicación parcial del informe del fiscal especial Robert Mueller sobre su investigación acerca de la supuesta asociación criminal de Trump llegó como un jarro de agua fría a las filas de quienes habían alimentado la expectación ante el trabajo de Mueller. Es cierto que no se conoce el informe en su totalidad, y no lo es menos que lo que sí se conoce viene de alguien que es juez y parte interesada, ni más ni menos que William Barr, el Fiscal General de Trump, cuya principal cualificación para el cargo era su adhesión a una doctrina legal mágico-dictatorial, que niega la posibilidad misma de que el presidente pueda ser investigado por la comisión de un crimen perpetrado en el ejercicio del poder ejecutivo que le confiere la Constitución. Pero Barr, amigo personal de Mueller, cita fragmentos de la investigación demoledores para quienes lo apostaron casi todo al Russiagate. La oficina del fiscal especial “no ha probado que ningún miembro de la campaña de Trump conspirase o actuase en coordinación con el Gobierno ruso en las actividades de interferencia en las elecciones de este”. “Los hallazgos del fiscal especial Mueller deberían dar por zanjada la teoría de la colusión que ha consumido a los medios mainstream y a la clase política durante más de dos años. La cuestión central de la investigación de Mueller era dilucidar si había algún tipo de conspiración entre el candidato Donald Trump y el Gobierno del presidente ruso Vladímir Putin para asegurarse su victoria sobre Hillary Clinton en 2016. Y después de una investigación exhaustiva dotada de amplios poderes fiscalizadores, Mueller la ha respondido”.
 “Una y otra vez, las pruebas disponibles socavaban la teoría de la conspiración. Ninguno de los personajes que se nos presentaban como ‘agentes’ rusos o ‘intermediarios’ entre Trump y el Kremlin ese demostraban ser nada parecido. Ninguna de las mentiras que se descubría contando a Trump o sus aliados apuntaban hacia la colusión que las figuras mediáticas y políticas insistían en que se estaba escondiendo. Ninguno de los diversos pilares del Russiagate –la reunión en la Torre Trump de junio de 2016; las fantásticas aserciones del dossier Steele, las afirmaciones sin atribuir publicadas en los medios, como que varios miembros del equipo de campaña de Trump tuvieron ‘contactos reiterados con altos cargos del servicio de inteligencia ruso’– terminó por llevarnos a las pruebas incriminatorias”. El periodista tampoco exime de culpa a los miembros del aparato de seguridad nacional estadounidense, que dieron pábulo y aureola de respetabilidad a dichas teorías “motivados en parte por su desacuerdo con la postura pública de Trump de querer reducir las tensiones con Rusia”. “Nos deben una explicación”, sentencia.
El problema no es tanto la investigación en sí, que debía seguir su curso durante todo este tiempo y ha servido para arrojar más luz si cabe sobre los entresijos financieros y asociaciones objetables de Trump, veterano maestro del fraude y la bancarrota. Quedan otras investigaciones abiertas sobre el entorno del presidente, y el fiscal especial no ha descartado el cargo más probable: obstrucción a la justicia. Ni siquiera queda demasiada duda de que a Rusia no le interesaba que ganase las elecciones Hillary Clinton, que había prometido recrudecer el conflicto con la segunda potencia nuclear del planeta, ni de que algunos bots rusos tratasen de influir en las elecciones, por lo conocido hasta la fecha sin demasiada eficacia. Lo bochornoso es el espectáculo mediático de retransmitir al minuto una investigación de la que apenas se conocían detalles, diseccionando rumores y ventilando elucubraciones en lugar de indagar y analizar la información disponible. Tal es –ni más ni menos– la función del periodismo.
Matt Taibbi es uno de los pocos periodistas que llevan meses alertando del callejón sin salida al que conducían las tesis del Russiagate.
Taibbi, principal adalid contemporáneo del periodismo muckracker, que marida la investigación con una actitud de combate ante los poderes políticos y económicos (su obra maestra sobre Goldman Sachs aparecerá en las antologías de periodismo narrativo y de investigación del Siglo XXI), dirige esta vez su colmillo a la mano que le da de comer. En un artículo en Rolling Stone, Taibbi recopila los mejores momentos de un relato sobrecalentado con aroma a guerra fría (menos uno de los dos imperios). Trump, así, aparece dibujado en titulares como un “agente ruso” (The Daily Beast) que iba a Helsinki no a una cumbre bilateral, sino a reunirse con el agente que le susurraba órdenes al oído (New York Magazine), como un pelele “vulnerable” ante los rusos (The New York Times).
“El uso extravagante del lenguaje de novelas de espías de ‘serie B’ durante este periodo va a resultar especialmente ridículo en los libros de historia dentro de algunas décadas”, apostilla Taibbi, que se forjó como periodista en Rusia, en la época en la que Estados Unidos intervenía directa y decisivamente en las elecciones para que su candidato, Boris Yeltsin, llegase al Kremlin. “Si uno alzaba la voz para protestar por que las alegaciones sobre la colusión entre Trump y el Kremlin no estaban probadas, y por que los periodistas debían ser más cuidadosos a la hora de verter acusaciones tan graves, la primera línea de respuesta (si no era acusarte de estar conchabado con Putin) solía ser una versión del: Cállate, no tienes ni idea de lo que Mueller sabe.




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