martes, 23 de febrero de 2016

DE CICERON, LA HISTORIA Y LA REPUBLICA DE CUBA

Discurso del Dr. Eduardo Lolo ante el Capítulo New York-New Jersey de la Academia de la Historia de Cuba en el Exilio el viernes 24 de octubre de 2014.

Para mas información: http://eduardololo.com  (edulolo@aol.com)

 
 Ilustres académicos, señoras y señores: Marcus Tullius Cicero, una de las mentes más preclaras de todas las eras, definió la historia en estos términos: “La historia es testigo veraz de los tiempos, luz de la verdad, vida de la memoria, maestra de la vida, noticia de la antigüedad…”
Como “testigo veraz de los tiempos”, ello implica que la historia es del todo imparcial, pues ser testigo no significa actuar como participante. Son los historiadores, de acuerdo a sus interpretaciones del pasado, quienes atribuyen a los personajes históricos características y condiciones diferentes, contrarias o, incluso, semejantes, según los principios y la agenda personal de cada investigador; la historia solamente deja constancia cierta de los hechos.
 Pero la historia, siguiendo la definición ciceroniana, es también “luz de la verdad”. Por lo que las interpretaciones de los historiadores no tienen carácter definitivo hasta tanto no sean avaladas por la verdad más allá de toda duda razonable. La verdad se puede enmascarar, secuestrar, escamotear, hasta mutilar; pero no se puede hacer desaparecer: tarde o temprano muestra su rostro verdadero, premiando a los veraces, enmendando a los equivocados, y juzgando a los historiadores del escarnio como lo que siempre fueron: cómplices de la mentira vía plumas mercenarias.
 Continuando con el axioma de Cicerón, la historia como “vida de la memoria” rebasa su condición de pasado para hacerse vigente como herencia en el presente y coadyuvar en la formación del futuro. La memoria viva es el mejor antídoto para los errores del hombre, tan propenso a reincidir en la torpeza. Manteniendo viva la memoria es la única forma de no extender en el presente las fallas del pasado o repetirlas en el futuro. El horror del error reiterado es posible solamente si el hombre olvida las causas y efectos de sus propias faltas; la “vida de la memoria” es la mejor garantía para no repetirlas.

La historia como “maestra de la vida” implica que para aprender a vivir en el presente se hace condición indispensable seguir las lecciones de la historia, pues lo contemporáneo sin las enseñanzas del pasado no es más que tiempo vacío o materia hueca. La historia nos instruye sobre los pormenores y las razones de las caídas anteriores con el objetivo de que no nos despeñemos de nuevo. Huelga decir que siempre habrá, de manera consciente y opcional, buenos y malos alumnos de la historia como “maestra de la vida”: de los primeros emergen, en general, héroes o bienhechores; de los segundos, indiferentes o malvados.
El último elemento de la enunciación ciceroniana de historia está relacionado con “la antigüedad”. Ello implica que el pasado no puede extenderse ni repetirse literalmente en el presente. Cada momento histórico tiene su propio entorno vital, del cual le es imposible escabullirse sin caer en el
 Historia vero testis temporum, lux veritatis, vita memoriae, magistra vitae, nuntia vetustatis… (De Oratore. En: Cicero, Pro Publi Sestio: oratio ad Indices II, 36.) Cicerón (106AC-43AC)
 
anacronismo o la ficción. El ayer no puede vivirse de nuevo hoy, pues sería una aberración en el movimiento de la noria del tiempo; intentarlo, una quimera sin enmienda.
Ahora bien, ¿cómo aplicar la definición de historia de Cicerón al caso cubano? La condición de testigo veraz de los tiempos es del todo irrefutable; lo cuestionable es la interpretación de algunos historiadores. Por un lado están los “bribones inteligentes”, como llamara José Martí a los intelectuales que ponen su pluma al servicio de tiranos. Según ellos, el propio Martí fue “el autor intelectual del Cuartel Moncada”, tópico adoctrinador que aparece en todos los textos de historia publicados en Cuba por más de medio siglo. Consecuentemente, de aceptarse semejante bodrio malabarista, la obra de Fidel Castro sería una continuación o complemento de la de Martí. En el extremo opuesto están los historiadores que, no dudo que hasta de buena fe, sublimizan la corta etapa republicana cubana, como si hubiera sido un paraíso terrenal asaltado sorpresivamente por el totalitarismo. Recuerdo que en el año 2002, por el Centenario del 20 de Mayo, hasta se le atribuyeron innecesariamente logros a la república que eran, en realidad, productos de la Colonia o de las intervenciones norteamericanas. A Tomás Estrada Palma (el primer Presidente de la República de Cuba) se le presentó como un patriota republicano, pasándose por alto que, a pesar de su probada honradez en el manejo de los fondos públicos, al ver frustradas sus intenciones continuistas no dudó en solicitar la ocupación militar estadounidense en violación de la soberanía nacional que había jurado defender al tomar posesión de su cargo. Se decía (y todavía se sigue diciendo) que Cuba fue república desde 1902 hasta 1959, cuando objetivamente no llegó ni a 20 años de vida republicana propiamente dicha, pues la mayor parte de ese lapso de tiempo estuvo regida por gobiernos de facto, interventores norteamericanos, caudillos corruptos o tiranos sangrientos. Porque es el caso que también en Cuba “la colonia siguió viviendo en la república”, como había constatado Martí en las naciones hispanoamericanas donde intentó asentarse inútilmente, razón por la cual terminó viviendo la mayor parte de su vida adulta en Nueva York, al amparo de la democracia norteamericana todavía en progreso.
La historia, como “luz de la verdad”, habrá de encargarse de despejar todos los mitos creados por algunos historiadores cubanos, tanto los cándidamente bien intencionados como los abortos de la falsedad premeditada. El totalitarismo no fue impuesto en Cuba por medio de la fuerza, sino de la traición, para luego ser consolidado por la demagogia y finalmente mantenido por el terror. A diferencia de las naciones de Europa Oriental, la República de Cuba no sucumbió por las descargas de la artillería soviética, sino por las deficiencias de la política criolla y la consiguiente vulnerabilidad ideológica de las masas. El comunismo llegó a Cuba por las incorrecciones de la República, no por una invasión militar extranjera. Es más, Fidel Castro fue producto de esa república ya nacida con el germen del fracaso. De Estrada Palma al “Máximo Líder” podría hacerse todo un árbol genealógico de la infamia. En efecto, de “El Tiburón” (que, recordemos, “se baña pero salpica”), a “El Hombre”, pasando por “El Mayoral” y “El Egregio”, todo apuntaba a la aparición de un sátrapa todavía peor. Y lo tuvimos, pues todo mal no corregido degenera en uno más grave aún.
 Los caudillos y dictadores cubanos eran conocidos por diferentes sobrenombres. Algunos fueron seleccionados e impuestos por ellos mismos; otros, producto de la adulación de su entorno. A continuación sus identificaciones, en orden cronológico: “El Tiburón”, José Miguel Gómez; “El Mayoral”, Mario García Menocal; “El Egregio”, Gerardo Machado; “El Hombre”, Fulgencio Batista; “El Máximo Líder”, Fidel Castro. Otras veces el mote era para mofarse del personaje a sus espaldas, vía el conocido choteo cubano.
 La historia como luz de la verdad habrá de comprobar que Fidel Castro no fue causa, sino efecto. Llegó, incluso, a formar parte del círculo político íntimo de Eduardo Chibás  y hasta aspiró a un escaño en la Cámara de Representantes, aunque fue rechazado por el electorado. Posteriormente ‒con la complicidad de muchos, ya fuera por miedo, oportunismo o convicción‒, se convertiría en fuente de la destrucción total de la república, pero sólo porque antes había sido un funesto corolario de sus insuficiencias innatas. La República de Cuba fracasó no por lo que tuvo de Fidel Castro, sino por lo que no tuvo de José Martí. De ahí su naufragio político a pesar de los destacados alcances económicos, sociales y culturales del período, luego devastados todos por el castrismo.
Si queremos que una Cuba post-Castro no sea una continuación de lo mismo, se hace imprescindible poner en práctica la otra definición ciceroniana de la historia: “vida de la memoria”. Si olvidamos, escamoteamos o intentamos empequeñecer los yerros políticos de la primera República de Cuba encandilados por sus incuestionables conquistas en otros campos, lo más probable es que los repitamos en la segunda. Si tratamos de hacer lo propio con los horrores del totalitarismo en base a una supuesta reconciliación nacional sin enmiendas previas, nunca tendremos una república “con todos y para el bien de todos”. Es imposible hacer ‘borrón y cuenta nueva’ con la historia, porque es memoria viva. No puede haber reconciliación sin justicia, por cuanto el bien no puede reconciliarse con el mal, pues dejaría de serlo. Mantenerse neutral, indiferente o conciliador entre el bien y el mal significa apoyar el mal, máxima válida tanto para historiadores, políticos o simples ciudadanos. No es lo mismo una transición desarmada que desalmada. Seamos, pues, respetuosos con las víctimas y consecuentes con la historia: mantengamos la memoria viva
Pero una memoria activa, más allá del recuerdo del tiempo perdido por lo que pudo ser y no fue. La siguiente enunciación de Cicerón nos da la pauta: la historia como “maestra de la vida”. No podemos hacer de nuestras existencias lo que deberíamos si no aprendemos de lo vivido antes; es decir, si no tomamos lecciones de la historia. Los maestros enseñan a sus alumnos a desarrollar sus aptitudes y a pulir sus actitudes. La historia, como “maestra de la vida”, enseña a los pueblos a desarrollar sus aptitudes políticas, sociales, culturales, religiosas y, al mismo tiempo, a pulir las actitudes para el desarrollo de esas aptitudes. En el caso cubano en particular, la actitud errada condujo a la deformación de sus aptitudes. La historia es maestra de la vida; lástima que hayamos tenido tantos aventajados discípulos de la muerte. Volvamos, pues, a tomar las lecciones de la “maestra de la vida” no aprendidas, mal asimiladas u olvidadas.
Ejemplos: a Eduardo Chibás (ver nota siguiente) se le conocía como “El Loco”, por su comportamiento errático, y a Fidel Castro como “Bola’e’churre”, por sus deficientes hábitos higiénicos personales. Eduardo Chibás (1907-1951), político cubano fundador en 1947 del Partido del Pueblo Cubano (Ortodoxo), famoso por su uso de la radio como instrumento político. Se intentó suicidar, precisamente, en un estudio radial durante un programa en vivo (aunque su acción no salió al aire, por haberse acabado el tiempo del programa). Murió días después a resultas de la herida ocasionada por el disparo que se hiciera en el abdomen.
 Por último, la condición de la historia como “noticia de la antigüedad”, según la tesis ciceroniana, es tan válida para Cuba como para el resto de los países. Lo antiguo es la antítesis de lo moderno. Intentar repetir lo pretérito en la modernidad es un sofisma estéril, propio de tertulias retóricas más que de intenciones objetivas. En nuestro proceso actual un ejemplo típico es el deseo de algunos de reinstalar la Constitución de 1940 en una Cuba post-castrista. Dicho cuerpo legal fue en su tiempo un hito de modernidad, producto de un consenso cívico de altos objetivos. Entre sus redactores estaban las mentes más claras y honestas de la Cuba de entonces. Se intentó con su promulgación enmendar los errores políticos cometidos entre 1902 y 1940: era una Constitución que a largo plazo se acercaba, finalmente, a la creación de una república martiana. Pero, como es sabido, no hubo un largo plazo para la Constitución del 40. La república de 1902 nació con el mal dentro: Tomás Estrada Palma; la de 1940 con otro agente mortífero en su interior: Fulgencio Batista. El 10 de marzo de 1952 fue la prueba definitiva de la fragilidad de la Constitución del 40. La reinstauración literal de la misma conllevaría la continuidad de su precaria condición. La Constitución del 40 bien que podría ser el punto de partida de una nueva constitución con intenciones parecidas o semejantes; pero siempre tendrá que ser otra constitución: la Cuba de 1940 no es la Cuba de 2014.
He querido, con esta glosa de la definición del concepto de Historia de Cicerón aplicado a Cuba, llamar la atención sobre lo mucho que tenemos que hacer los académicos cubanos de estas primeras décadas del siglo XXI, así como de los temas tan polémicos y espinosos que debemos afrontar sin ambages. Las nuevas generaciones de cubanos, confundidas, frustradas y escépticas como consecuencia del largo adoctrinamiento estéril en que se formaron, necesitan de todos nosotros. El catequismo castrista no dio resultado, pero ha fomentado una “doble moral”, un escepticismo y una apatía que hace que muchos de nuestros jóvenes hasta rechacen a José Martí y hayan perdido su amor por Cuba. Cierto que, con la excepción de los valientes opositores, siguen repitiendo forzados las mismas consignas oficialistas de siempre; pero ya ninguno se cree el viejo cuento. Es más, las endémicas carencias materiales han traído como resultado que para muchos de ellos sólo lo material sea importante; lo abstracto, un absurdo; el mañana, una utopía. Según la óptica generalizada de los jóvenes cubanos de la actualidad sólo existe el hoy, desgajado irremisiblemente del ayer, sin extensión o reflejo futuro alguno.
Es nuestro deber recuperar, mediante un historiar objetivo, libre de toda retórica pueril, el legado cubano que muchos de nuestros jóvenes desconocen o rechazan; volver la vista atrás para andar hacia adelante; pasar de la nostalgia del anteayer a la nostalgia del pasado mañana.
En referencia al papel determinante de la industria azucarera en la economía de la República, se solía decir que “sin azúcar no hay país”, entendiéndose “país” no como accidente geográfico, sino como unidad histórica. Hace poco leí una parodia de dicha frase con relación a la importancia de los cubanos fuera de Cuba para la economía criolla: “sin Miami no hay país”. La historia demostró que sin azúcar siguió existiendo el país, y no dudo que continúe vigente aun cuando Miami deje de ser una fuente financiera esencial para Cuba. Pero de lo que sí estoy seguro es que sin amor patrio, no hay país. Señores académicos, trabajemos juntos para que en Cuba siempre haya país. Muchas gracias.
El Dr. Eduardo Lolo es profesor, escritor y bibliógrafo. Varios de sus libros están dedicados al estudio de la vida y la obra de José Martí. Ha recibido importantes galardones, tales como el Premio Letras de Oro. Actualmente, entre otras funciones, es Presidente de la Comisión de Bibliografía y Hemerotecnia de la Academia Norteamericana de la Lengua Española (ANLE) y Presidente del Capítulo New York-New Jersey de la Academia de la Historia de Cuba en el Exilio. Para más información, ver http://eduardololo.com
 

3 comentarios:

  1. MAGNIFICO SU DISCURSO, SR. LOLO. GRACIAS POR RECIBIR TEXTOS IMPORTANTES, NO TAN COMUNES EN LO QUE SE RECIBE, SALVO LOS DE MONTANER, CORZO Y CAO, ENTRE OTROS PERIODISTAS ESCRITORES, COMO QUIEN LE ESCRIBE AHORA.DSTEASFZOK GK SAO DE ESDOS GTE

    ResponderEliminar
  2. Este comentario ha sido eliminado por el autor.

    ResponderEliminar
  3. El Dr. Lolo convierte en el meollo de su disertación la cita del jurista, orador, filósofo y político de la Roma clásica Marco Tulio Cicerón, cuyo texto completo es el siguiente: "Historia vero testis temporum, lux veritatis, vita memoriae, magistra vitae, nuntia vetustatis, qua voce alia, nisi oratoris, immortalitati commendatur?" O lo que es lo mismo, en la lengua de Cervantes: "La historia misma, testigo de los tiempos, luz de la verdad, vida de la memoria, maestra de la vida, mensajera de la antigüedad, ¿con qué voz habla a la inmortalidad sino con la voz del orador?" A lo que añade, de su propia cosecha, el certero apotegma de que "sin amor patrio, no hay país" -coda brillante, no musical aunque sí felizmente sentenciosa,a su "glosa de la definición del concepto de Historia de Cicerón aplicado a Cuba", en la que resume el basamento de toda nacionalidad, con especial acierto aplicable a la cubana-.

    ResponderEliminar