sábado, 19 de octubre de 2019

UNA LECCION PERDIDA


"Todavia estamos por ver de que modo las fuerzas democráticas consiguen derrotar el asalto totalitario..."

ANDRÉS REYNALDO | Miami
   
 Por cuatro décadas la transición española tras la muerte de Franco en 1976 ha sido admirada como un modelo para América Latina. Nadie va a negar su éxito. Sin embargo, adolece de un defecto: la izquierda recibió un juicio mucho más benigno que la derecha.
    En su crítica a las dictaduras del Cono Sur, Ernesto Sábato dijo que no se podía combatir a los caníbales comiéndoselos. Acaso sin quererlo, planteó un aspecto que se elude con frecuencia: en el principio, fueron los caníbales. De manera que una legítima restauración democrática estaría obligada a juzgar tanto la causa como el efecto.
    Argentina, Uruguay, Brasil y Chile estaban a la avanzada de buena parte del mundo en materia de derechos y condiciones económicas en las décadas de 1960 y 1970. Imposible argumentar que la solución a sus problemas (al fin y al cabo, problemas de la democracia) debía pasar por revoluciones comunistas, inspiradas y apoyadas por Cuba.
    A nicaragüenses y cubanos nos tocó el yugo de elites revolucionarias que derrotaron a sendas dictaduras por las armas y traicionaron el proceso de restauración democrática. Después de haber perdido unas elecciones en 1990, bajo el fuego de la Contra, el sandinismo vuelve a gobernar con implacable mano. El castrismo, pese a su insustancialidad ideológica y su condición de Estado parásito, ha logrado una perfecta transición dinástica y mantiene su influencia como meca del antinorteamericanismo regional.

    Ahora, tenemos Venezuela. Llegado al poder mediante elecciones, el chavismo puso en práctica el habitual manual de fascistas y comunistas para someter las instituciones y manipular los mecanismos electorales. Todavía estamos por ver de qué modo las fuerzas democráticas consiguen derrotar el asalto totalitario votando en elecciones donde les roban los votos, participando en parlamentos donde son callados a palos y movilizándose pacíficamente frente a turbas armadas bajo el amparo de la policía.
    En España, los gobiernos de los conservadores Adolfo Suárez (1976-1981) y Leopoldo Calvo-Sotelo (1981-1982), así como el largo período del socialista Felipe González (1981-1996) definieron una era de cohabitación, expansión de las libertades, integración europea y desarrollo económico e intelectual. Para los demócratas latinoamericanos fue la matriz invocada a la hora de salir de las dictaduras de derecha. A la caída de la Unión Soviética, hasta la oposición cubana dentro y fuera de la Isla creyó haber encontrado la ideal oferta para enviar a los Castro a Galicia.
    Como era de esperar, legiones de estudiosos españoles y extranjeros se dieron a la tarea de desentrañar los crímenes y excesos del franquismo. Igual que en el resto de la Europa libre, la izquierda ocupó considerable influencia en los medios, las profesiones y la universidad. Sabemos que el Estado no debe tener la potestad de administrar las ideas. Pero faltó el esfuerzo intelectual, y hasta la voluntad de la derecha, por poner en su contexto, ¡también!, los crímenes y excesos del otro bando. Ni la victoria eximía de sus pecados a Franco ni la derrota beatificaba a los frente-populistas.
    Poco a poco, la izquierda ha ido desmantelando el sabio equilibrio de la convivencia. (¿Alguien podía imaginar hace apenas 20 años el surgimiento de Podemos?) La Ley de Memoria Histórica de España decretada en el 2006 durante el gobierno del socialista José Luis Rodríguez Zapatero es una reversión del espíritu conciliador de la Transición. Dicho en las palabras de Luis María Ansón, con esta ley Zapatero y un mayoritario sector de la izquierda pretenden "ganar la guerra civil que se enterró y superó con la Transición y establecer la legitimidad democrática en 1931, no en 1978".
    En una reflexión sobre los campos de concentración alemanes, Mario Vargas Llosa alertaba del riesgo para las libertades intelectuales y políticas en reconocer a los gobiernos o parlamentos la facultad de determinar la verdad histórica. La decencia, el sentido común, la urgencia de sanar las heridas de una guerra civil unió a los españoles por varias décadas. Fue una gran lección de civilidad, una rara invitación al optimismo iberoamericano.   Lástima que la izquierda, de Madrid a Buenos Aires, nunca enterrara el hacha.

   

   


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