domingo, 22 de abril de 2018

UN DIA COMO HOY EN LA HISTORIA CUBANA

" Hombre de contrastes, unos lo consideraron un político con sotana; otros un sacerdote que buscó el bien de su patria.."

 

Por Ignacio Uría.
Enrique Pérez Serantes, el coloso incomprendido
El 18 de abril se cumplió medio siglo del fallecimiento de Enrique Pérez Serantes, arzobispo de Santiago de Cuba durante la dictadura de Fulgencio Batista y la primera década de revolución comunista.

Durante cuarenta años cayó en el olvido, ignorado dentro de Cuba y criticado fuera de ella. Hombre de contrastes, unos lo consideraron un político con sotana; otros un sacerdote que buscó el bien de su patria.
           En su vida coincidió con grandes personalidades: de Juan XXIII a Pedro Arrupe; de Frank País a Camilo Cienfuegos. En 1953 se convirtió en la figura clave para evitar que un jovencísimo Fidel Castro muriera fusilado después del asalto al Cuartel Moncada. Poco después sobresalió por sus agrias críticas a Batista. Como la aplastante mayoría de los cubanos, simpatizó con el alzamiento de 1956 y después del triunfo revolucionario calificó a Castro como «un hombre de dotes excepcionales». Pese a su transigencia con los fusilamientos de los primeros meses de 1959, a partir de 1960 se convirtió en un enemigo declarado de la revolución, denunciando por todos los medios la infiltración comunista. Sus famosas pastorales («Roma o Moscú», «Ni parias ni traidores», «Por Dios y por Cuba»…) llegaron a manos de los presidentes Eisenhower y Kennedy. ¿Es posible escribir la historia de Cuba en el siglo XX sin hablar de este sacerdote?
        Enrique Pérez Serantes nació en Tuy (Galicia, España) en 1883. Desde muy joven destacó por su capacidad intelectual y una inquietud religiosa que le llevó al seminario menor de Orense. En 1901, al alcanzar la edad militar, huyó de España para evitar ser enviado al protectorado de Marruecos. En Cuba tenía familiares que le ayudaron a encontrar un trabajo como criado en el colegio Jesuita de Belén. Enrique confirmó en La Habana su vocación sacerdotal y en 1903 le enviaron a estudiar a Roma, donde obtuvo los doctorados en Filosofía, Teología y Derecho Canónico, algo inusual en la época.
         Se ordenó sacerdote en la capital cubana en 1910, comenzando así una larga carrera eclesiástica en la que ocupó puestos de gobierno desde muy joven. Hombre de gran talla —en Roma lo apodaron «El Coloso» por medir 6.5 pies— destacó por su fuerte carácter y por su preocupación social, derivada en parte de su origen humilde y en parte de las enseñanzas de León XIII, pontífice al que admiraba.
         En 1922, fue consagrado obispo de Camagüey, donde permaneció hasta 1949. De este largo periodo aún queda su amplia labor constructora (capillas, iglesias, un seminario menor…) así como el impulso de la vida parroquial y misionera. En este último aspecto, imitó al que sería su gran referente sacerdotal: el mexicano Rafael Guízar, hoy santo, al que acompañó en muchas misiones apostólicas por el campo cubano.
         En Camagüey, Serantes demostró su gran capacidad relacional. Hombre directo, simpático, con facilidad de palabra, no rechazaba ningún debate. Su vehemencia y cierta obstinación le alejaron de los sectores moderados —que lo consideraban demasiado beligerante en cuestiones políticas— pero también de los conservadores, a los que molestaban sus continuas denuncias de la explotación obrera y campesina.
         En 1949 tomó posesión del arzobispado de Santiago de Cuba, donde sustituyó al prelado vasco Valentín Zubizarreta. Su llegada a la sede primada despertó muchas dudas: se trataba de un hombre de 66 años y con salud frágil. Además, su relación con el cardenal cubano, monseñor Arteaga, era distante. «Yo soy un guajiro y a veces me cuesta entender ciertas decisiones», decía. Por ejemplo, la felicitación del arzobispo habanero a Batista por el golpe de Estado de 1952.
        El momento clave de la biografía de Pérez Serantes se produjo a finales de julio de 1953 tras el asalto al Cuartel Moncada, segunda fortaleza del país, por las fuerzas rebeldes de Fidel Castro. Fracasado el ataque, este se escondió en las cercanías de la capital oriental. Cercado y sin posibilidades de salir con vida, Castro recurrió al arzobispo santiaguero, viejo conocido de su padre y ambos gallegos: «Monseñor, necesito su ayuda» fue la súplica que le envío por medio de un mensajero.
          Junto a las fuerzas vivas de la ciudad, incluidos destacados masones, el arzobispo recorrió las lomas por donde Castro vagaba sin rumbo. Allí se jugó Pérez Serantes la vida en una balacera entre soldados y rebeldes. Al final, Castro se entregó y el prelado negoció para que no lo fusilaran sumariamente. En muchas ocasiones le preguntaron por qué lo hizo. Siempre respondió lo mismo: él había mediado para que unos jóvenes no fueran asesinados. El ataque al cuartel había sido un crimen, decía, pero él había cumplido su deber sacerdotal de acabar con la violencia. ¿Volvería a hacerlo? En las mismas circunstancias, sí, sin duda. Otra cuestión —que él no decía— era que el suegro de Fidel Castro fuera el ministro batistiano Rafael Díaz Balart. A nadie le interesaba la muerte del líder rebelde.
         Fiel a su carácter, Castro jamás le agradeció su mediación. Tampoco cuando Serantes envió capellanes a la  Sierra Maestra para atender a los rebeldes católicos, o cuando transigió con las ejecuciones como un mal menor. En Cuba, en 1959, la inmensa mayoría del pueblo no cuestionaba la justicia de esos procesos. Desgraciadamente, Serantes tampoco lo hizo. Toda la vida se arrepintió de ello, como San Pedro hizo por haber traicionado a Cristo.
         Pese a sus errores, supo rectificar y en cuanto descubrió la verdadera cara de la revolución se opuso a ella con todas sus fuerzas. No dejó de escribir ni predicar contra el avance comunista, evitando también un cisma en la Iglesia cubana cuando el régimen intentó crear una iglesia nacional como la existente en China. Sin embargo, se calificaba a sí mismo como un «perro mudo» debido al cerco al que estaba sometido.
        Incapacitado para asistir al Concilio Vaticano II, Pérez Serantes dedicó sus últimos años de vida a la catequesis con niños y jóvenes, apoyado ya en otro titán de la Iglesia cubana, Pedro Meurice, obispo auxiliar primero y sucesor más tarde.
         El 18 de abril de 1968, ya en Pascua, Enrique Pérez Serantes falleció. Viejo y enfermo, pero irreductible. Su entierro fue multitudinario, solo por detrás del de Frank País en 1957. El gobierno transigió.
          Con sus luces y sombras, Enrique Pérez Serantes ha dejado un rastro imborrable en la historia de la Isla. Los tiempos han cambiado y ni Cuba ni la Iglesia cubana son iguales que en tiempos de Serantes, pero su entrega al pueblo que se le encomendó es un ejemplo para cualquier época.
         Ignacio Uría,  Historiador de la Universidad de Navarra (España) y autor de la biografía Iglesia y revolución en Cuba. Enrique Pérez Serantes (1883-1968), el obispo que salvó a Fidel Castro.  Investigador Asociado, Instituto de Estudios Cubanos.




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