miércoles, 2 de agosto de 2017

A LAS PUERTAS DE LA NOCHE


Por: J. A. Albertini
A la memoria de Ernest Hemingway,
un escritor que nunca admiré hasta
 que la nostalgia se llenó de arrugas.
El autor.

—La tierra ha temblado bajo mi cuerpo —señaló.
—Eso mismo dice María en el libro que estás leyendo —respondí con sorna.
— Es cierto... ¡Tembló! —insistió.
 
Sin contestar me incorporé. Ella, a medio vestir, quedó entre los arbustos.
Con el cuerpo inclinado hacia delante recorrí la distancia que nos separaba de la cumbre.
Desde lo alto de la colina contemplé, bajo el sol de marzo, la ciudad de tejas rojas. La lejana fábrica de sacos echaba humo.

— ¿No vienes...? —llamé, ansioso de compartir la brisa fresca y murmurante de la tarde.
—Me picaron las hormigas —se quejó.
—Fue la tierra que tembló —bromeé.
—La tierra siempre me toca —apuntó con brillo de vida en los ojos.
—Lo sé; lo sé... —asentí y la atraje para respirar el olor, mezcla de sudor y tierra, que de su cuerpo emanaba.
—A veces los libros dicen verdades —comentó.
—Hay escritores que encierran en sus obras parte del sentir de la humanidad —aporté.
— ¿Serán felices...?
—Al menos tienen sabiduría.
— ¿Serán felices...? —insistió.
—Estoy seguro que no —afirmé esta vez.
— ¿Entonces...?
—Viven para describir momentos como el de María y Roberto...como el nuestro.
— ¿Sin conocerlos...?
—Conocen y presienten tanto que se convierten en agoreros.
—Hablas extraño...
—Mi ciudad, tú, la tarde y la altura lo permiten —dije sin mucha certeza.
— ¿Te sientes fuerte...?
—Quisiera detener el tiempo —confesé.

Eres un romántico —ironizó.
—Qué difícil es ser humano —apunté.
—No te enfades.
—No lo estoy.... pero duele...
— ¿Qué cosa...?
—Construir una cadena de recuerdos que pesan como hierros.
—Vivamos este momento.
—No ves que está convirtiéndose en pasado —manifesté.

Sin replicar caminó hasta el borde de la ladera que contempla el estadio de béisbol.
— ¿Ya formo parte de tu pasado...? —preguntó sin dejar de mirar para la instalación deportiva.

Lleno de contradicciones, callé.
— ¡Contesta! —apremió, volviendo un rostro donde los ojos, anegados en lágrimas, se fueron con el aire.

El tiempo, amparándose en el viento, no permite que tus lágrimas lleguen a mí, discurrí.
— ¿Qué piensas? —me trajo a la realidad, tal vez preocupada por mi expresión.
—Estupideces; siempre estupideces...
—Pero cortan... ¿Verdad?
—Tienen el filo de un puñal —enjuicié.
—Que se llama tiempo —ella completó.
— ¿Quieres algo más implacable  e hiriente? —reflexioné inquisitivo.
—La novela; ¿en qué termina la novela...? —dio un salto en el diálogo.
—En una sangrienta estupidez —respondí dolido.
—No es estúpida; me la recomendaste...
—Después de tantos temblores de tierra y pataleos bajo un cobertor, en noches de invierno, Roberto recibió un balazo —aclaré sin deseos.
— ¿Y María...?
—Se fue.
— ¿Lo abandonó...?
—Bueno; él estaba herido de gravedad y prefirió cubrir la retirada de los camaradas —traté de contemporizar.
— ¿Por qué ella no se quedó...?
—Quizá se aferraba a sus arrugas futuras.
—Eres cruel; cruel contigo y los demás.

Denegué con la cabeza, reprimiendo tantas cosas que de todas formas alguien dijo antes que yo.
— ¿Te crees un estúpido importante...?
—Es posible —reconocí.
—Entonces, ¡rompamos el libro! —propuso briosa. 
—No lo has terminado de leer —exclamé sorprendido.
—No importa. Él todavía está vivo y la tierra sigue temblando.

Las primeras páginas en volar, ladera abajo, fueron las del capítulo final. Luego las demás...

En la noche temprana, con olor a campo, sudor y sexo en ropas y cuerpos, vueltos de espaldas a la estatua de doña Marta Abreu de Estévez, bebíamos ron en el bar; frente al parque Leoncio Vidal que, por reminiscencias de algo que no viví, me hacía recordar la guerra civil que marcó nuestro siglo.


NOTA: Relato tomado de la obra reciente de J.A. Albertini titulada "Siempre en el entonces: dos noveletas y ocho cuentos”.

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