Algunos se sienten más cómodos haciendo
proselitismo. Ciertos cuestionables códigos comunicacionales contemporáneos no
hacen más que confirmarlo. Habrá que avisarles que desde ahora mandan los
resultados y el marketing no puede ser la única herramienta disponible.
Las técnicas más habituales, utilizadas para seducir
al electorado apuntan a dar siempre buenas noticias, hablar en positivo y
evitar la confrontación como instrumento de rutina. Sin embargo, algunos no han
registrado que una campaña, por definición, tiene principio y también final.
Existe un momento para las propuestas, para las promesas, pero eso no puede ser
eternizado como método, al menos no con probabilidades de éxito.
Cuando se acercan los comicios la sociedad espera
saber que se hará, precisa escuchar cómo se lograrán erradicar problemas o
mitigarlos y solucionar cuestiones de la vida mundana. Pero luego se tiene que
pasar a la acción. Superado el recuento de votos que expresa las preferencias
sociales, se acaban los alegatos y empieza la era de la gestión concreta.
Vivir en la fantasía eterna de una campaña ilimitada
es desconocer lo elemental. Es que algunos gurúes creen que son "todo
terreno" y que pueden prolongar sus recomendaciones hasta el infinito, sin
asumir con honestidad intelectual las limitaciones que tiene cada disciplina.
A los políticos se los selecciona por determinados
atributos. En ese contexto, la gente opta por unos y descarta otros. A veces,
inclusive, solo intenta impedir que alguien continúe en el poder. No lo hace
como en un juego de azar, en el que unos ganan y otros pierden. La meta es
poner en funciones a aquellas personas que deberán luego demostrar sus
talentos.
Existe una etapa para vender sueños y otra para
implementar realidades. Pero esta simple percepción contrasta hoy con lo que se
visualiza a diario. Algunos se conducen como si aun no se hubiera sufragado y
entonces pretenden seguir sumando voluntades a mansalva.
Un estilo elegante, discursos prolijamente diseñados
y pormenorizadamente estudiados, cierta moderación y buena onda son siempre
bienvenidos, pero nada de eso es suficiente. Todo lo periférico es efímero. Lo
que realmente importa es lo que ocurre en el núcleo, en el centro de la escena.
Los grandes estadistas no eran necesariamente buenos
oradores, ni gente refinada, ni siquiera tenían sobrados conocimientos acerca
de cómo conquistar mayorías de un modo eficiente. Eran muy intuitivos, pero no
pasaron a la historia por esas cualidades secundarias, sino por su capacidad de
generar hechos, de producir gestas extraordinarias y por dejar una huella con
un legado con mayúsculas para las próximas generaciones.
No es que ambas cosas sean incompatibles. Se puede
ser políticamente correcto y a la vez exitoso en el ejercicio del poder. Es
posible lograr una sana combinación de esos elementos. Pero no hay que caer en
la trampa de creer que lo primero es un requisito para conseguir lo más
trascendente.
Todo pasa por decidir dónde depositar las energías.
El tiempo es un recurso agotable, que por lo tanto no tiene reposición y es
vital comprenderlo para no cometer errores groseros. Cuando se decide darle
prioridad a ciertas formas y eso se convierte en el corazón de la estrategia,
implícitamente se le quita fuerzas a la necesidad de enfocarse en la labor
cotidiana.
Esa dinámica tan efectista, que se concentra en
conseguir aprobación ciudadana para dar cada paso, es un gran condicionante e
invita a cometer múltiples equivocaciones. Es saludable mantener un apoyo
cívico considerable. Lograr consensos para avanzar con algunas medidas es
deseable, pero en ciertas circunstancias es imperioso tomar determinaciones más
osadas, que probablemente no sean muy populares, pero que sin ellas el objetivo
último no se conseguirá como se espera.
Las posibilidades perdidas son ocasiones
desperdiciadas. Lamentablemente no se puede volver el reloj atrás. Pero no
menos cierto es que a veces, se presentan segundas oportunidades y es entonces
cuando se debe reflexionar para no repetir desaciertos en forma secuencial e
indefinida.
El plazo de la campaña se ha agotado. Ya fue. Es
solo parte de la historia. Tuvo un inicio y una culminación. Ahora viene algo
bien diferente, con características especiales. La gente espera ver mucha
actividad y en el sentido apropiado. Observa en silencio, casi pasivamente,
cada uno de los movimientos de quienes tienen responsabilidades en la toma de
decisiones.
Los que fueron elegidos tienen ahora que responder a
la confianza de los votantes. La sociedad espera efectividad. No los juzgará
solo por sus modos personales, ni por sus gestos. Eso solo será parte del
anecdotario que jugará a favor, si todo resulta bien, y en contra si todo
termina mal.
Es primordial, que se abandone la idea de la
propaganda como único recurso. Si hacen las cosas adecuadamente y consiguen lo
prometido, al menos parcialmente, el acompañamiento electoral estará
presente inexorablemente. Si sus planes no se cumplen, si las expectativas no
se ven reflejadas, no habrá ardid táctico que les evite futuras derrotas.
Es tiempo de poner las cosas en su lugar. Hay que
transmitir certezas, pasos cortos pero posibles, ser creíbles explicando las
dificultades en detalle y archivar esta dinámica, absolutamente extemporánea,
de seguir en la tarea de recolectar votos. Ahora se debe asumir la realidad,
enfrentar los desafíos y "ponerse los pantalones largos" para
dedicarse a gobernar.
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