Por, Manuel C. Diaz (manuelcdiaz@comcast.net)
Acaudalados coleccionistas de arte de
Miami están yendo a La Habana. Lo hacen con tanta frecuencia que ya tienen una
rutina establecida. Al mediodía, antes de partir, almuerzan ceviche y
anticuchos en el famoso restaurante La Mar de Gastón Acurio, frente a la bahía
de Biscayne. Al anochecer, después de visitar algunos estudios privados de la
isla, comen arroz y frijoles negros en el paladar La Guarida donde, entre
daiquiris y mojitos, una camarera intenta explicarles, sin éxito, el argumento
de la película Fresa
y Chocolate.
Hay quienes se preguntan cómo estos
mercaderes pueden, al margen de sus intereses económicos, desplazarse sin
sonrojo desde los lujosos rascacielos de Brickell hasta los edificios en ruinas
del antiguo barrio de San Leopoldo. La respuesta es posible hallarla en el
propósito de sus visitas, el cual, según ellos mismos han confesado, no es otro
que comprar arte cubano antes de que suban los precios. En realidad, ya están
subiendo; por eso tienen prisa. Aun así, todavía es
posible comprar obras de jóvenes artistas poco conocidos
internacionalmente que las venden relativamente baratas en sus propios
talleres. La idea es hacerlo antes de que se den a conocer y terminen siendo
representados por alguna importante galería de Nueva York.
A LO QUE ABREU ASPIRA NO ES A
VENDERLOS, SINO A DARLE UN ROSTRO A LOS ASESINADOS POR EL CASTRISMO Y PODER
EXHIBIRLOS ALGÚN DÍA EN UNA CUBA LIBRE
Mientras eso ocurre en La Habana, en
Barcelona el pintor cubano Juan Abreu se apresta a concluir una serie de
retratos al óleo titulada 1959. Hasta ahora, ninguno de esos
coleccionistas que hoy regatean en las galerías habaneras se ha interesado por
ella. Cómo iban a hacerlo si el título de la serie alude al año en que, con el
triunfo de la revolución castrista, comenzaron los fusilamientos en Cuba y los
retratos que la componen son, precisamente, los de los fusilados por
esa revolución.
Pero aun suponiendo que se interesasen,
la verdad es que no podrían comprarlos. Y es que no están a la venta. A lo que
Abreu aspira no es a venderlos, sino a darle un rostro a los asesinados por el
castrismo y poder exhibirlos algún día en una Cuba libre. Ya nadie habla de
ellos; pero se sabe que fueron miles. El primer año fusilaron a los soldados y
policías del gobierno de Batista acusados de haber cometido crímenes de guerra;
después siguieron con todos aquellos que se les opusieron. Y ya no se
detuvieron. La pena de muerte fue conocida desde entonces como “el paredón”, y
nadie volvió a referirse a ella de otra manera: ni los condenados que la
recibían con estoicismo, ni el pueblo que la pedía a gritos en las plazas
revolucionarias.
En el taller de Juan Abreu ya no caben
los retratos de los que murieron frente a los pelotones de fusilamiento: muchos
cuelgan meticulosamente alineados en sus paredes; algunos descansan, entre
pinceles y tubos de acrílico, sobre las mesas auxiliares; otros, los menos,
permanecen todavía en sus caballetes esperando un último retoque. No importa
qué lugar ocupen ni como estén colocados; todos tienen algo en común. Y es
esto: el color parece haberlos rescatados de la muerte. Es como si, envueltos
en la luminosidad de los amarillos limón y los azules cobaltos, hayan regresado
a la vida. A esa que le arrebataron en plena juventud. Ahí está, por ejemplo, Antonio Chao,
resplandeciente a sus 19 años, como si mirase de frente a sus verdugos; o Bienvenido Infante,
“un joven de gran sonrisa y elegante perfil”, fusilado en el Foso de los
Laureles mientras gritaba “Viva Cristo Rey”. También están los retratos –porque
Abreu no solo ha pintado a los fusilados, sino a todas las víctimas– de los
cuatro Hermanos al Rescate, pulverizados en el aire por órdenes de Raúl Castro.
Y, claro, los de los 10 niños asesinados vilmente en el Remolcador 13 de Marzo.
Todavía a Juan Abreu le quedan muchos
retratos por pintar. ¡Son tantas las víctimas! Es un trabajo arduo que toma
tiempo, pero él sabe lo importante que es documentar visualmente el horror de
las dictaduras. Sabe también que el arte “posee una enorme fuerza redentora” y
lo usa para poner “un poco de luz y de belleza en esta etapa tan oscura y
siniestra de nuestra historia”. Es por eso que retratar a los fusilados no lo
ve como un desafío artístico, sino como “una responsabilidad moral”.
Cuando este monumental retablo
pictórico esté terminado, estoy seguro que ningún coleccionista de Miami
viajará a Barcelona para verlo. El arte, para ellos, es un negocio; no una
redención. Lo más probable es que Abreu ni siquiera encuentre un espacio donde
exhibirlo. No importa. Ya llegará el día en que los rostros de esos valientes y
heroicos cubanos resplandecerán con luz propia en su patria liberada. Y podrán,
al fin, descansar en paz.
anuelcdiaz@comcast.net Escritor cubano residente en el sur de la Florida
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