Luis Marin
La revolución, como transgresión radical del
orden legal establecido, tiene una relación originaria con las
actividades criminales y así como los revolucionarios son calificados
frecuentemente de bandidos, se tiene a los delincuentes como revolucionarios
naturales.
Esta relación puede ilustrarse con Lenin antes
de la URSS y Putin después de la URSS. El primero nunca ocultó sus simpatías por
los bajos fondos, de hecho, se mofaba de los jefes del partido socialdemócrata
ruso que manifestaban escrúpulos por sus tratos con el hampa. Veía más
potencial revolucionario en la desfachatez de estos marginales que en la
hipócrita beatitud de los miembros del comité central imbuidos, según él, de
prejuicios pequeño burgueses.
De modo semejante Vladimir Putin le ha concedido patente de corso a las mafias post soviéticas, que aprecia como el potencial creativo de la nueva Rusia. Es licito a estas alturas preguntarse, ¿cuál es la ideología de Vladimir Putin? Más allá de esa suerte de realismo cínico que lo caracteriza.
De modo semejante Vladimir Putin le ha concedido patente de corso a las mafias post soviéticas, que aprecia como el potencial creativo de la nueva Rusia. Es licito a estas alturas preguntarse, ¿cuál es la ideología de Vladimir Putin? Más allá de esa suerte de realismo cínico que lo caracteriza.
Sin duda es la mentalidad del crimen organizado
transnacional, esa mezcla de escepticismo moral, sentido práctico y absoluta
falta de escrúpulos que hace tan eficaces y eficientes a las mafias a nivel
global.
Así se pasa del Estado del Partido al Estado de
la Mafia, sin solución de continuidad.
La simpatía por el crimen en Venezuela alcanzó
nivel académico con Elio Gómez Grillo y sus seguidores, tuvo su administrador
en Manuel Quijada, reformador del sistema judicial y su mejor ejecutor en Iris
Varela, la ministro de prisiones.
La teoría de la sociedad criminógena es de una
sencillez rampante. No hay delincuentes en cuanto tales. Es la sociedad quien
se crea sus propios delincuentes, estigmatizando ciertas conductas como
criminales, mientras santifica otras quizás peores como, por ejemplo, el
comercio y la banca.
En consecuencia, la relación víctima-victimario
se invierte; gracias a la revolución, ahora los delincuentes resultan ser las
víctimas de la sociedad y más que ser pasibles de sanción son más bien
acreedores de protección.
Así como Rafael Caldera en sus tratados de
Derecho del Trabajo acuño el concepto del trabajador como débil jurídico digno
de protección especial del Estado, Elio Gómez Grillo convirtió al delincuente
en débil jurídico igualmente demandante de apoyo.
El resultado es un sistema penal no punitivo
(otro contrasentido), se pretende superar la cárcel en una institución
protectora del delincuente, se repudia la idea de castigo a favor de la
“reinserción”. De aquí al empoderamiento de los Planes no hay ni un paso.
Si la revolución en sí misma es una larga
sucesión de crímenes, asesinatos, robos, secuestros, es comprensible que sus
beneficiarios sean ellos mismos criminales.
Un problema, no el único ni el más grave, es
que quien pierde es la gente decente
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