La
llegada a estas latitudes de este novedoso sistema instaló un apasionante
debate con múltiples aristas, que merecen ser abordadas para comprender con
mayor claridad los prejuicios, paradigmas y contradicciones con los que la
sociedad contemporánea decidió convivir en la actualidad.
No es un fenómeno estrictamente local. Esta polémica ya es global y poco tiene que ver con los parámetros culturales domésticos de cada país. Esto ya no es noticia, porque ha ocurrido, hace muy poco tiempo, en otros lugares distantes, con diversos matices pero idénticas características.
Algunos argumentos se repiten hasta el cansancio y ocupan el centro de la escena en estas discusiones. Sin embargo, no son las únicas enseñanzas que quedan como herencia de éste particular ida y vuelta. Los relevamientos más serios afirman que la mayoría de la gente prefiere estar del lado de Uber aduciendo que se trata de un servicio de mayor calidad, cómodo, seguro y más barato que el que ofrece un taxi.
Los usuarios han inclinado la balanza apelando siempre a motivos de absoluto orden práctico, con un alto grado de sensatez y sin recurrir a sofisticados razonamientos ideológicos, jurídicos ni morales.
Los detractores de Uber, por el contrario, alegan que es un servicio ilegal, intentando de ese modo custodiar los intereses económicos de los taxistas, que intimidan desde esa prerrogativa formal que hace viable su actividad.
Es este el debate de fondo entre la legalidad y la moralidad. Sin entrar en pormenores jurídicos, los usuarios que prefieren esta moderna alternativa sostienen, con mucho criterio, que ellos solo invocan su legítimo derecho a concretar un acuerdo voluntario entre individuos que pactan un valor monetario a cambio de un servicio y cuestionan enérgicamente la supuesta potestad del Estado de restringir este tipo de posibilidades.
Esta visión objeta aquella trillada frase que dice que "las leyes están para cumplirse". Es la moralidad de una decisión la que realmente legitima la vigencia de las normas. Ellas no se convierten en buenas y sabias por el solo hecho de haber sido redactadas y aprobadas por los legisladores.
Es importante entender que los gobiernos tampoco son neutrales en estas disputas, porque sus propios intereses son parte central del debate. El sistema de licencias otorgados a los medios de transporte les generan cuantiosos ingresos al Estado y, entonces, los funcionarios también son protagonistas de esta maraña de beneficios que prioriza lo recaudatorio.
Ni hablar de los taxistas, que pagan impuestos al fisco y cumplen requisitos formales para circular a cambio de esa retorcida protección con la que pretenden sojuzgar a los consumidores cercenándoles su capacidad de elección. Ellos son cómplices y no víctimas. Pagan tributos a los gobiernos para obtener una "concesión monopólica", alquilando un zoológico para cazar dentro de él a su voluntad, eliminando cualquier competidor externo.
Los gobiernos nacieron para asegurar derechos a los ciudadanos. No brotaron para prohibir actividades que los ciudadanos desean hacer ejerciendo su libertad, sin dañar a terceros. Una persona decide que otra lo traslade hasta su destino y lo compensa con una suma de dinero acordada, sin perjudicar a nadie. Proteger a los que cobran más caro y prestan un peor servicio no es función del Estado. Los circunstanciales "perdedores" podrían mejorar sus prestaciones y bajar sus precios para ser elegidos genuinamente en vez de obligar a todos a consumir su patético servicio.
Es increíble que aún algunos individuos estén dispuestos a fomentar monopolios artificiales engendrados a la sombra de normas inmorales, que preservan inocultables intereses sindicales para el provecho de personas que viven a expensas del esfuerzo de los demás, solo porque instrumentaron un perverso régimen de onerosos permisos especiales que les permiten recaudar dinero espurio cobrándole mayores precios a los indefensos consumidores finales.
El circuito pergeñado se desmoronará cuando se eliminen regulaciones, se supriman privilegios y se quiten impuestos. Eso colocará a los que deseen ejercer esta actividad de transportar personas, en igualdad de condiciones. En ese libre juego de competencia los mejores sobrevivirán, y los que no traten bien a sus pasajeros y cobren más caro, no tendrán clientes.
No se puede tapar el sol con un dedo. El progreso tecnológico y la creatividad humana emergen cotidianamente y permiten a la sociedad desarrollarse. Impulsar arcaicos sistemas que fueron superados no tiene ningún sentido. Aducir que se pierden fuentes de trabajo es una gran falacia porque cuando unas desaparecen germinan nuevas mucho más eficientes.
Si se aceptará esa pérfida lógica, habría que regresar al correo postal y eliminar los envíos electrónicos, renunciar a la tecnología y volver a la época de las cavernas. Solo se debe avanzar en libertad, incentivando el talento creador del hombre. La mayoría de los adelantos del presente permiten a la humanidad vivir más y mejor, por lo que no parece inteligente despotricar contra todo lo que se usa a diario con enorme satisfacción.
Aun persisten igualmente algunas contradicciones. No se entiende porque mientras se apoyan este tipo de interesantes iniciativas, no se razona de igual modo cuando los gobiernos justifican medidas proteccionistas obligando a los consumidores a pagar más por lo mismo. Las barreras arancelarias gozan aún de muchos promotores, inclusive de quienes se perjudican pagando en exceso por cosas de menor calidad, solo para proteger a industriales ineficientes. Es un debate pendiente en la sociedad.
La discusión de estas semanas no gira alrededor del presente de un original medio de transporte. Es acerca del cuestionable valor moral de las leyes, es sobre la libertad de emprender y también de elegir sin restricciones, pero fundamentalmente es sobre el nefasto poder de las corporaciones en alianza con los gobiernos de turno, de cualquier color político. Son los mismos que siempre priorizan sus conveniencias sectoriales por encima de las decisiones de los individuos. Las discusiones no fueron en vano porque ha quedado en evidencia el gran legado de la controversia sobre Uber.
No es un fenómeno estrictamente local. Esta polémica ya es global y poco tiene que ver con los parámetros culturales domésticos de cada país. Esto ya no es noticia, porque ha ocurrido, hace muy poco tiempo, en otros lugares distantes, con diversos matices pero idénticas características.
Algunos argumentos se repiten hasta el cansancio y ocupan el centro de la escena en estas discusiones. Sin embargo, no son las únicas enseñanzas que quedan como herencia de éste particular ida y vuelta. Los relevamientos más serios afirman que la mayoría de la gente prefiere estar del lado de Uber aduciendo que se trata de un servicio de mayor calidad, cómodo, seguro y más barato que el que ofrece un taxi.
Los usuarios han inclinado la balanza apelando siempre a motivos de absoluto orden práctico, con un alto grado de sensatez y sin recurrir a sofisticados razonamientos ideológicos, jurídicos ni morales.
Los detractores de Uber, por el contrario, alegan que es un servicio ilegal, intentando de ese modo custodiar los intereses económicos de los taxistas, que intimidan desde esa prerrogativa formal que hace viable su actividad.
Es este el debate de fondo entre la legalidad y la moralidad. Sin entrar en pormenores jurídicos, los usuarios que prefieren esta moderna alternativa sostienen, con mucho criterio, que ellos solo invocan su legítimo derecho a concretar un acuerdo voluntario entre individuos que pactan un valor monetario a cambio de un servicio y cuestionan enérgicamente la supuesta potestad del Estado de restringir este tipo de posibilidades.
Esta visión objeta aquella trillada frase que dice que "las leyes están para cumplirse". Es la moralidad de una decisión la que realmente legitima la vigencia de las normas. Ellas no se convierten en buenas y sabias por el solo hecho de haber sido redactadas y aprobadas por los legisladores.
Es importante entender que los gobiernos tampoco son neutrales en estas disputas, porque sus propios intereses son parte central del debate. El sistema de licencias otorgados a los medios de transporte les generan cuantiosos ingresos al Estado y, entonces, los funcionarios también son protagonistas de esta maraña de beneficios que prioriza lo recaudatorio.
Ni hablar de los taxistas, que pagan impuestos al fisco y cumplen requisitos formales para circular a cambio de esa retorcida protección con la que pretenden sojuzgar a los consumidores cercenándoles su capacidad de elección. Ellos son cómplices y no víctimas. Pagan tributos a los gobiernos para obtener una "concesión monopólica", alquilando un zoológico para cazar dentro de él a su voluntad, eliminando cualquier competidor externo.
Los gobiernos nacieron para asegurar derechos a los ciudadanos. No brotaron para prohibir actividades que los ciudadanos desean hacer ejerciendo su libertad, sin dañar a terceros. Una persona decide que otra lo traslade hasta su destino y lo compensa con una suma de dinero acordada, sin perjudicar a nadie. Proteger a los que cobran más caro y prestan un peor servicio no es función del Estado. Los circunstanciales "perdedores" podrían mejorar sus prestaciones y bajar sus precios para ser elegidos genuinamente en vez de obligar a todos a consumir su patético servicio.
Es increíble que aún algunos individuos estén dispuestos a fomentar monopolios artificiales engendrados a la sombra de normas inmorales, que preservan inocultables intereses sindicales para el provecho de personas que viven a expensas del esfuerzo de los demás, solo porque instrumentaron un perverso régimen de onerosos permisos especiales que les permiten recaudar dinero espurio cobrándole mayores precios a los indefensos consumidores finales.
El circuito pergeñado se desmoronará cuando se eliminen regulaciones, se supriman privilegios y se quiten impuestos. Eso colocará a los que deseen ejercer esta actividad de transportar personas, en igualdad de condiciones. En ese libre juego de competencia los mejores sobrevivirán, y los que no traten bien a sus pasajeros y cobren más caro, no tendrán clientes.
No se puede tapar el sol con un dedo. El progreso tecnológico y la creatividad humana emergen cotidianamente y permiten a la sociedad desarrollarse. Impulsar arcaicos sistemas que fueron superados no tiene ningún sentido. Aducir que se pierden fuentes de trabajo es una gran falacia porque cuando unas desaparecen germinan nuevas mucho más eficientes.
Si se aceptará esa pérfida lógica, habría que regresar al correo postal y eliminar los envíos electrónicos, renunciar a la tecnología y volver a la época de las cavernas. Solo se debe avanzar en libertad, incentivando el talento creador del hombre. La mayoría de los adelantos del presente permiten a la humanidad vivir más y mejor, por lo que no parece inteligente despotricar contra todo lo que se usa a diario con enorme satisfacción.
Aun persisten igualmente algunas contradicciones. No se entiende porque mientras se apoyan este tipo de interesantes iniciativas, no se razona de igual modo cuando los gobiernos justifican medidas proteccionistas obligando a los consumidores a pagar más por lo mismo. Las barreras arancelarias gozan aún de muchos promotores, inclusive de quienes se perjudican pagando en exceso por cosas de menor calidad, solo para proteger a industriales ineficientes. Es un debate pendiente en la sociedad.
La discusión de estas semanas no gira alrededor del presente de un original medio de transporte. Es acerca del cuestionable valor moral de las leyes, es sobre la libertad de emprender y también de elegir sin restricciones, pero fundamentalmente es sobre el nefasto poder de las corporaciones en alianza con los gobiernos de turno, de cualquier color político. Son los mismos que siempre priorizan sus conveniencias sectoriales por encima de las decisiones de los individuos. Las discusiones no fueron en vano porque ha quedado en evidencia el gran legado de la controversia sobre Uber.
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