La Habana fue
atacada por el mal de la “viruela” que ocasiono la muerte a muchos de sus
habitantes. A la ciudad llegó un francés, charlatán, borracho y mujeriego. En
aquellos tiempos estimaban a estos “franceses” como personas inteligentes. El sinvergüenza dijo que la enfermedad la
habían traído los animales que andaban por las calles, perros, gatos y otros.
Sé formó tremendo corre,
corre, cazándolos y quemándolos. Todo esto pasaba mientras que el “francés”,
andaba viviendo la buena vida. Hasta que un día, supieron que lo habían votado
de la Martinica, le dieron tremenda zurra de palos, y se fue en el primer barco
que llego a la ciudad.
En Trinidad supieron de ella por un visitante que llegó de La Habana.
También la muerte se llevó para el camposanto a muchos de sus vecinos. En esta
ciudad hubo un caso que ocasiono tremendo
corre, corre. De una mujer que resucito, y hubo que llevarla para su
casa y después no lo querían allí. Vayamos para La Habana. 25 de febrero de
1833.
La ciudad las campanas no dejaban de
repiquetear por los muertos, ya eran por cientos. Los médicos no daban abastos.
Se comentó que unos esclavos que habían llegado enfermos de áfrica eran los
responsable. En tres meses murieron del mal 8,315, y al finalizar el año doce
mil personas. El doctor don Manuel Piedra, diagnosticó el mal “cólera morbo
asiático”.
Por las calles, que no se podía decir como nosotros las conocemos, eran de fango. Aquel negro era tío de Saturnino el sepulturero de Trinidad. Llevaba en una carreta toda destartalada los muertos que iba recogiendo. Cada vez que ponía un muerto en su carreta, sacaba un papel y los iba anotando, 13, 14, 15, y así le faltaba poco para llegar el Campo Santo. Se sentía un fuerte malo olor. El mulo ya estaba cansado, este era un segundo viaje. Un loro que su dueño quería que lo enteraran con él cuando muriera, sólo sabía decir “Yo quiero vivir”, “Yo quiero vivir”. El encargado del cementerio después que se fue un hermano del muerto, le dio un trancazo de madre al loro. Sus últimas palabras, como es natural del loro, fue “Me jodieron”. Quiero que sepan son inteligentes los loros.
Por las calles, que no se podía decir como nosotros las conocemos, eran de fango. Aquel negro era tío de Saturnino el sepulturero de Trinidad. Llevaba en una carreta toda destartalada los muertos que iba recogiendo. Cada vez que ponía un muerto en su carreta, sacaba un papel y los iba anotando, 13, 14, 15, y así le faltaba poco para llegar el Campo Santo. Se sentía un fuerte malo olor. El mulo ya estaba cansado, este era un segundo viaje. Un loro que su dueño quería que lo enteraran con él cuando muriera, sólo sabía decir “Yo quiero vivir”, “Yo quiero vivir”. El encargado del cementerio después que se fue un hermano del muerto, le dio un trancazo de madre al loro. Sus últimas palabras, como es natural del loro, fue “Me jodieron”. Quiero que sepan son inteligentes los loros.
Les quiero hacer una corta
historia, recordando al loro. Un señor que conocía y era un poco viejo se casó
con una mujer joven que estaba “encendida”. Ella siempre decía que adoraba a su
esposo. Cuando llegaba su querido tapaba la jaula del loro. La historia es que
un día el loro la mujer no cerró la puerta de la jaula, y el muy ca… vio lo que
pasaba, al llegar el esposo, le dijo “Taaarrruuuu”. La mujer mato al loro y el
marido le dio una mano de golpe a la mujer. Después de esta historia, y si le regalan un loro, le rompen el
pescuezo.
La historia del pobre loro no aparece
en el libro de Álvaro de la Iglesia. Para darse gusto leerla mejor vea las Tradiciones completas de Álvaro de la
Iglesia.
Pero volvamos al pobre negro.
Cuando llegó empezó a bajar los muertos y contarlos, 14, 15, 16,17, y ahí paro
pues no tenía más muerto. Miró debajo del carretón, el desgraciado mulo hizo la
necesidad en ese momento y lo salpicó. El
sepulturero le dijo al negro que sólo pagaba por 17. El negro insistió que eran
18. Y lo que le dijo a quedado en el alcor del lenguaje cubano de “Papelito
Jabla Lengua”. Lo que no sabía el sepulturero que cuando venía con su carreta,
uno de los supuestos muertos se levantó y se bajó. Empezó a caminar de regreso
a La Habana. Lo que había pasado era. Se había emborrachado y se quedó dormido
en la calle, el sepulturero pensó que estaba muerto y lo contó con los otros.
Les diré que no le pagaron por el
muerto al sepulturero. El loro se lo comieron en fricase. De tantos muertos ya
no cabían en el cementerio de Espada y se improvisó uno en la Quinta de los
Molinos. Álvaro de la Iglesia, dice en
su libro: “Se abrió allí, (Quinta de los Molinos) rozando con lo que es hoy
calzada de Ayestarán, una fosa tremenda y muchos, sin estar muertos, fueron
enterrados entre cal viva”.
“Por favor pidan hoy por el pobre negro.
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