miércoles, 6 de enero de 2016

ANNUS HORRIBILIS

Por Luis Marín.

“Si le parece que el año pasado fue malo, espere para que vea el próximo”, es una frase muy repetida en Venezuela y no en tono de broma. Absolutamente todos los pronósticos coinciden en señalar que el 2016 será el peor año de la revolución y eso es mucho decir.

Con los índices de inflación, escasez, desempleo, criminalidad, corrupción e impunidad más altos del planeta, combinados con el más bajo nivel de los precios del petróleo, crecimiento económico, transparencia en la gestión pública, respeto a mínimas reglas de juego y una disparidad cambiaria desquiciante, parece que el mayor pesimismo es poco.

Calcular el precio de cualquier bien o servicio en tanques de gasolina ilustraría la bizarra situación del país. Por ejemplo, si el vehículo es pequeño el tanque se llena con dos bolívares, luego, vea cuánto cuesta un cafecito: cien tanques de gasolina, esto es, la gasolina que consumiría en dos años en un cafecito. ¿Qué economía puede funcionar así, si es que todavía merece llamarse “economía”?

 Venezuela es el país con mayor inflación que convive paradójicamente con un riguroso control de precios, por lo que cualquier producto oscila entre uno irrisorio a otro escandaloso, lo que produce la desconcertante impresión de que en materia de precios nada tiene sentido, todo resulta arbitrario.

A esta pérdida de músculo económico y financiero, de fractura de la estructura social y, lo que es peor, de adormecimiento del nervio moral de la sociedad, hay que añadir la creciente incertidumbre política, todo lo cual prefigura lo que a nuestros genios les gusta llamar “la tormenta  perfecta”.

No es momento de preguntar qué hemos hecho mal los venezolanos para llegar a una situación inconcebible incluso para una mente muy maligna que se hubiera esmerado en hacer lo peor que podía hacerse, porque es evidente que se pueden hacer las cosas bien y que no obstante todo salga mal.

Hace siglos que los británicos inventaron el mito de “la mano invisible” que hace que cada individuo actuando en su propio provecho y sin ponerse de acuerdo con los demás, termine haciendo aquello que favorece óptimamente a cada uno.

Pero eso será en Escocia; en Venezuela, en cambio, no podía inventarse sino el mito de “la mano pelúa”, que se encarga de enredarlo todo para que esta constelación de individualidades (que no sociedad) haga aquello que le viene en gana con la única certeza de que al final todos resultaremos idénticamente perjudicados e insatisfechos.

No digamos que nadie hace nada por complacer a otro, lo que sería comprensible, sino que no hace nada por complacerse a sí mismo si sabe que con ello alguien podría verse favorecido, en cuyo caso, prefiere sacrificar su propio interés con tal de que los demás también se jodan, una actitud que se creía exclusiva del Medio Oriente.

Carlos Andrés Pérez podría ser recordado por una sola palabra para definir la conducta de las élites venezolanas de fin del siglo XX y principio del XXI: “Autosuicidio”. Lo que no tiene nada de raro y parece que también lo heredamos de España.

Decía Ortega y Gasset que el pueblo español odia por encima de todo al hombre excelente, quizás  por eso tantos terminaron en el extrañamiento. El famoso divulgador filosófico Fernando Sabater dice que cuando recibe algún reconocimiento entra en pánico, por lo que para conjurar el odio de sus compatriotas añade: “¡Pero tengo unos cólicos horribles, que me están matando!”

Quizás este afán de medianía explique el fracaso del liberalismo y el éxito clamoroso del socialismo en España como en Venezuela y no poco de los laberintos respectivos.


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